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Desempolvando a los clásicos

La Fundación Jacinto Guerrero reinventa la zarzuela en Cuenca con El Sobre Verde

Hablar de zarzuela en pleno siglo veintiuno es casi como hacerlo de la televisión en blanco y negro o del exprimidor de zumo manual: la propia palabra causa espanto y nos hace recordar la lección magistral de aquel profesor de lengua y literatura del colegio. Nos referimos a un género músico-teatral que para la sociedad del ‘fast-food cultural’ puede resultar decrépito y anticuado. Lo que quizás nadie imaginaba ayer en el Teatro Auditorio de Cuenca es que una obra de hace más de 80 años pudiese competir en la misma liga que los espectáculos alienantes de hoy día, manteniéndose totalmente alejada de lo ‘decadente’ y lo ‘arcaico’. Las Jornadas de Zarzuela, que se vienen organizando en la ciudad desde hace tres años por parte de la Fundación Jacinto Guerrero, nos brindaron el estreno de una de las adaptaciones más arriesgadas de los últimos tiempos. La interpretación de El Sobre Verde -bajo la renovada versión musical y escénica de Nacho de Paz y Alberto Castrillo-Ferrer-, debió enfrentarse a un público nada parecido al del Teatro Victoria de Barcelona, aquel 22 de enero de 1927, durante su primera representación.

El Sobre Verde Ana Cristina Marco
Ana Cristina Marco, antes del estreno / Fotografía: Alex Basha

Después de una jocosa comida de sábado, cámara en mano y poco más de una hora antes del estreno, atravieso la multitud que deambula por el hall del Auditorio y me dirijo hacia las puertas que conducen a los camerinos. Ya conozco el camino del día anterior, por lo que tampoco resulta complicado, y avanzo decidido. No sin acreditación, -aunque innecesaria, pues hasta un monje Shaolin pasaría desapercibido en pleno bullicio- me deslizo por un par de pasillos y enseguida encuentro a todo el elenco propio de un teatro. La sala acoge a actores variopintos, encargados de producción que corretean hacia todos lados con botellas de agua y kits de maquillaje, y a un grupo de personas que se dedica a agitar los pies con nerviosismo, exacerbando a los que muerden las uñas de sus dedos. Sin necesidad de mediar muchas palabras, reconozco la situación: queda menos de media hora para salir al escenario a representar una obra octogenaria en un presente muy distinto. «¿A quién narices se le ocurrió poner la palabra zarzuela en el cartel?», se escucha murmurar a uno de los presentes. Y yo asiento sin darme cuenta, como acto reflejo.

El Sobre Verde Balbino Lacosta
Balbino Lacosta se prepara en uno de los camerinos / Fotografía: Alex Basha

Los actores no parecen nerviosos -aunque sí concentrados en la tarea que les atañe- y se prestan a ser fotografiados, ignorando mi presencia. Tras tomar unas cuantas fotografías, desenfocadas y movidas por los empujones, empieza a desaparecer la gente. «¡Y es que quedan cuarenta y cinco minutos para empezar!», pienso. Ahora los camerinos casi vacíos hablan por sí solos: la función está a punto de comenzar y es mejor no ser un incordio. Me marcho sin decir adiós, descendiendo las escaleras que me llevan de vuelta a la entrada del edificio –no sin antes cruzarme con un músico que parece mantener una conversación íntima con su instrumento en la oscuridad del pasillo-. Un chico joven del teatro me reconoce por la cámara y la coleta, y me señala con el dedo las escaleras que llevan al palco superior. Sentado en el lateral del palco, sólo, y en una sala con más de 700 localidades –la gran mayoría vacías-, comienzo a ver la función.

El_Sobre_Verde_Alex_Basha
Los actores interpretan El Sobre Verde / Fotografía: Alex Basha

Tras varios días escuchando hablar de la obra, antes de su estreno, uno entra en Internet y se pone a investigar. «Ahora comprendo por qué una función como esta, donde los actores son al mismo tiempo cantantes y bailarines, ha estado tantos años sin representarse». La escenificación, que varía desde el patio de una vieja casa hasta las puertas de un famoso hotel de Nueva York, te hace sumergirte en ese mundo fantasioso que siempre gira en torno al teatro, acompañado de la música –una actualización de las partituras originales de Jacinto Guerrero-, que genera un ritmo divertido, con alteraciones a modo de puntos suspensivos o exclamaciones. En poco más de una hora, lo que uno podía esperar de la reinterpretación de una zarzuela, cambia completamente. Después de la reverencia que precede al final de cualquier obra teatral, el espectáculo se convierte en una interacción con los artistas: del techo, se despliega una gran lona blanca con cuatro versos escritos, de frente al espectador. Ahora el público, escaso pero enérgico, termina entonando junto a los protagonistas de la obra la canción que da cierre y acaba por limpiar definitivamente lo que en un principio podía considerarse un ‘clásico cubierto de polvo’.

Fundación Jacinto Guerrero
El auditorio entona la canción de despedida / Fotografía: Alex Basha

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