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Fuga de moluscos

A primera hora de la mañana, aprovechando la marea baja, varios hombres caminan por la kilométrica planicie que descubre el mar en la bahía de Dakhla, en el Sahara Occidental. Armados con sacos y palas, el grupo busca bajo la arena desnuda los moluscos enterrados más llamativos. Algunos son tan voluminosos y pesados que complican la tarea. Horas después, tras secarse vivos al sol y ser despojados de su caparazón, las conchas se sumergen en grandes cubos con soluciones abrasivas para eliminar cualquier resto orgánico adherido a sus paredes. De estos hombres pasan a las manos de otro grupo de mujeres artesanas, que las decora con pintura en una suerte de “estilo africano”. Por un puñado de monedas, esa bonita caracola será tuya y quizás incluso llegue a decorar la estantería del salón, si la policía no la requisa en el aeropuerto. Al día siguiente, la estampa volverá a repetirse, como todos los días.
Conchas en una marisma
La marea baja revela cientos de moluscos bajo el agua. Dakhla, Sahara Occidental
Nuestra obsesión por coleccionar souvenirs de la naturaleza está contribuyendo, en algunos países menos concienciados con el impacto medioambiental, con una industria boyante sobre esta práctica, en muchos casos, al margen de la ley. Existe una creencia generalizada acerca de la capacidad que tiene la naturaleza para regenerarse sin problemas y de que tan solo las grandes acciones pueden causar perjuicios para los seres vivos de un hábitat. Sin embargo, no hace falta comprar una estrella de mar en La Habana ni arrancar un coral en Maldivas: abandonar los senderos señalizados, construir columnas de guijarros en los ríos o llevarnos piedrecitas volcánicas también son actividades más perjudiciales de lo que creemos.
Marismas
Dos hombres caminan sobre las aguas bajas en busca de moluscos. Dakhla, Sahara Occidental

La masificación del turismo al aire libre ha supuesto un aumento de nuestra huella humana sobre el medio. En entornos todavía más concurridos como lo son las zonas costeras, caminar por la arena en busca de conchas o bucear y desenterrarlas bajo el agua puede parecer una práctica sumamente inofensiva, pero su impacto medioambiental es bastante elevado. A pesar de que son un reclamo por sus increíbles formas y colores, los caparazones abandonados sirven de protección para muchas especies marinas, como el cangrejo ermitaño, algunos peces e incluso cefalópodos, que se refugian en el interior para guarecerse de otros depredadores. Además, las conchas que recogemos suponen una fuente importante de carbonato cálcico que ayuda a estabilizar los ecosistemas, controla la erosión del suelo e incluso son utilizadas por aves para construir sus nidos.

Un estudio realizado por investigadores del Museo Natural de la Universidad de Florida (EEUU) y la Universidad de Barcelona afirma que, en España, se extraen alrededor del 70% de las conchas de moluscos durante julio y agosto, y cerca del 60% el resto del año. Aunque todavía no se ha podido medir el impacto real de esta práctica sobre las playas del litoral español, en algunos países ya experimentan los efectos adversos de esta manía de llevar “un recuerdo” a casa. En el año 2015, un grupo de voluntarios de la Universidad de Costa Rica (UCR), en colaboración con el Parque Marino del Pacífico, cuantificaron las conchas requisadas en el principal aeropuerto de la capital. En pocos meses ya había siete toneladas de carbonato de calcio en el registro. En la República Dominicana o Panamá es un delito sacarlas del país, y en lugares como Cerdeña o Hawaii es motivo de multas elevadas, incluyendo también el hecho de recoger arena o piedras.

Caracola
Algunos animales utilizan caracolas para refugiarse de otros depredadores | Fotografía: Leire García
Si controlar la exportación de los exoesqueletos de estos animales, aún a pequeña escala, es una tarea sumamente difícil, devolverlos a su medio natural es un reto aún mayor. Instituciones como universidades y museos sugieren utilizar estas incautaciones como material didáctico, pero la realidad es que no hay espacio físico para almacenar ni una mínima parte de las piezas requisadas. Es por ello que se hace necesario proteger estos entornos con mayor severidad y concienciar de que cada acción individual cuenta, independientemente de que la concha esté vacía o no. La única forma de poner freno a un mercado que acosa a especies de todo tipo y acaba con individuos tan longevos como indefensos es frenar la demanda de estas baratijas y aceptar que tienen que estar en su sitio: el mar.

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